EL PERDON A LAS ANIMAS

DIANA CLAUDINE FLOREZ PAEZ

La vorágine ¿ha vivido cien años de soledad?

Diana Claudine Flórez Páez

 

Cuando vencí estar sola, estuve lista para la compañía de los demás, sin embargo, no fue fácil separar de mi camino el viaje de la vida de otros y sentir solo el latido de mi corazón. Es algo que la mayoría no soporta; no entienden el aislamiento y lo confunden con el pánico de estar solos y no con la alegría de encontrarse y emprender nuevas y emocionantes aventuras.

El abandono es dañino; ejerce la presión suficiente y es un dolor constante; mata cada día un poco y toma lo que alguna vez fue luz y lo torna oscuridad; ensombrece y se vuelve combustible de pesadillas. ¿Cuál es el límite?

El escenario descrito por José Eustasio Rivera en 1924; alegoría de terror, ruina y usufructo de los recursos naturales; pavores de la colonización, de la usurpación de la selva amazónica, la riña por la vida, la pesquisa violenta de alimentos y bebida parece haber vivido los cien años de soledad que reza el título de la novela más famosa de Colombia y como la vorágine absorbió los personajes, el centenario ha consumido las posteriores generaciones.

¿Qué escribiría Rivera después de cien años? ¿Habría tenido su obra magistral una segunda, tercera y cuarta parte en un contexto diferente al del llano o de la selva en el que, seguramente, continuara denunciando la injusticia social, la explotación de los más vulnerables? Se alzaría su pluma contra la desigualdad, la corrupción y la voracidad de quienes se enriquecen a costa de otros.

No tengo derecho y quizá sea impío imaginarlo untando su pluma de tinta para escribir:

"En el siglo XXI, la vorágine persiste. Los poderosos siguen devorando los recursos naturales y humanos sin piedad. La selva ahora es digital, pero la explotación es igual de feroz. Los caucheros de antaño son los trabajadores precarizados, los indígenas desplazados, los niños sin educación. La codicia del sistema engulle sueños y esperanzas, dejando a su paso desolación y desigualdad. Los ríos de injusticia fluyen sin cesar, arrastrando a los más débiles. Las voces de los oprimidos se pierden en la corriente del olvido. Pero aún queda resistencia. Los Arturo Cova modernos luchan por un mundo más justo, por una selva que no sea masticada por la codicia. Quizás hoy, en mi escritorio virtual, me sumerja en la vorágine digital y denuncie la explotación, la discriminación y la indiferencia. Porque la lucha sigue, y la pluma es mi arma contra la voracidad del tiempo y la injusticia”.

Mientras lo supongo firmando decepcionado, veo en sus ojos un brillo de esperanza, unta la pluma y plasma:

“En el centenario de mi viaje a los llanos, me encuentro nuevamente frente a la vastedad de la sabana. El horizonte se extiende como un lienzo sin fin, y las voces del viento me susurran historias ancestrales. Casanare, ese territorio de contradicciones y misterios, sigue siendo mi musa. Los caucheros ya no dominan estos parajes. Ahora son las máquinas, los oleoductos y las multinacionales las que marcan el ritmo. La selva, antes impenetrable, ha cedido, pero aún hay rastros de la antigua magia: los cantos de vaquería, las leyendas de aparecidos, la herrada a los becerros, el ordeño de vacas mañosas, la monta del toro matrero, el pilonero, los rituales de iniciación, la comida y la bebida, la relación con los animales, la sacada de gusanos de las llagas, los parrandos, el aguardiente y los atardeceres que pintan el cielo de fuego” …

“La música, ¡oh! La música. La inspiración que llegó al fantástico cantante a partir del “llorao” que recité en los versos que a continuación menciono y que llamó: “Quitarresuellos”:

El domingo la vi en misa,

el lunes la enamoré,

el martes ya le propuse,

el miércoles me casé;

el jueves me dejó solo,

el viernes la suspiré;

el sábado el desengaño...

y el domingo a buscar otra

porque solo no me amaño” ...

 

En mi imaginación la pluma del maestro ondeaba en el papel y no paraba de escribir:

“Y me quedan los llaneros, resilientes, con sus manos curtidas enfrentando la urbanización para el rescate de sus tradiciones. Los hijos legítimos del horizonte infinito que llevan en sus venas savia de la tierra y un arraigo más profundo que raíces de árboles bicentenarios; que caminan con firmeza porque su territorio conoce palmo por palmo y lleva en sus ojos el brillo de morichales y lagunas que se forman en invierno.  

¡Que no se acabe el llanero, fuego que arde sin tregua!, que en cada alborada rinde homenaje al beso del rocío en los pastizales y que escribe su legado en profundas melodías que canta con sentimiento. El que acaricia devoto la crin de sus caballos y se funde con la silla de montar como si fuera uno solo. El llano no es solo su hogar; es su confidente, su confidente en las noches de soledad buena, la que disfruta callado escudriñándose el alma, allí, bajo el cielo inmenso, compartiendo sus penas con las estrellas y sus alegrías con los pájaros.

Los llaneros son poetas sin versos escritos. Sus palabras fluyen como los ríos que serpentean la llanura. Hablan de amores perdidos, de tormentas que arrasan los sembrados, de espantos, de mariscar y de rezos y de leyendas tejidas con hilos de nostalgia y esperanza. No se rinden cuando llega la sequía porque llegará la lluvia y seguirá el ciclo de vida y cuando las primeras gotas caen, danzan con la tierra, agradecidos por la bendición que empapa sus sueños. El llano es su canción, su danza, su bandera; en las fiestas y en las faenas de campo, no necesitan monumentos ni estatuas; su legado está en la risa de los niños que corretean entre los potreros y en el aroma a tierra mojada después de la lluvia. Y después de cien años descubro que siguen amando, sembrando, cantando y guardando su promesa: serán guardianes de este pedazo de mundo, custodios de la llanura que late en sus corazones”.

“La vorágine persiste como la lucha por preservar la identidad y la tierra”.

 

Diana Claudine Flórez Páez

 

PD. Los escritores casanareños los esperamos en el pabellón 6 stand 510 de Filbo 2024.


 

La cálida Estambul de invierno.

Acabo de pasar una temporada de frío en Estambul. El paisaje ondulado con puntas de colinas, que muchas veces terminan con una torre o una mezquita, me hizo pensar que fue diseñado a propósito como una vitrina de exhibición escalonada desde la que se exhibe la exuberancia, magnificencia e historia.  La ciudad en sí es un libro sobre el cual se anda y que no curva sus hojas ante las temperaturas cada vez más bajas. Seis años antes, la primera vez que la vi, comenzaba la primavera y creaban tapetes de tulipanes en las plazas principales, pese a que algunas regiones se bañaban aún de nieve, como el caso de Bursa a pocas horas. 


Aprovechando la tercera oportunidad conocí lugares nuevos que avivaron sensaciones antiguas y primerizas gracias a las creaciones naturales y artificiales que emergen de cualquier rincón de la ciudad y que llenaron todos mis sentidos; el Bósforo de tonos azules que semejan zafiros en movimiento meciéndose al chillar de las gaviotas que no se van por la seguridad de alimentarse, el agua clara y fría justo después del amanecer y el ácido e intenso perfume mezcla de olores de combustibles, peces, sal y especias. Reparé esta vez en grandes avellanos con barbas de hojas muertas por el frío y el viento rasgando la hierba. La noche venida más temprano me enseñó el negro del cielo sin estrellas, distinto al de abril, pero no menos hermoso ni menos ornado con el llamado a la oración que, aunque extraño, resulta hermoso, tranquilizador y casi sobrenatural. 

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DIANA CLAUDINE FLOREZ PAEZ

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